Desde que era niño no tiritaba de semejante manera, creo que es la primera vez en mi vida que he experimentando una situación real de supervivencia. Me he bajado de la bicicleta porque soy incapaz de sujetar el manillar y a cada paso que doy recibo un chasquido en mis congelados pies. Las pastillas de freno están gastadas y los cables del cambio atascados, aunque eso da igual porque mis inertes dedos son incapaces de accionar los mandos. Quiero abandonar, pero no puedo retirarme porque no encuentro ni un vehículo, ni una casa, ni un ser humano que me pueda socorrer.
De repente el destino me sonríe; un punto de control con un cobertizo donde preparan sopa caliente. Por instinto introduzco mis manos dentro de la cazuela y automáticamente el barro de los guantes se disuelve con los fideos. La sorprendida cocinera me amenaza con el puchero mientras yo balbuceo sonidos sin sentido porque el frio me impide articular palabra. A continuación vierto toda la cazuela de sopa caliente por mi pecho y del gustazo aprovecho además para orinarme encima. Me da igual que los atónitos espectadores piensen que soy un demente trastornado, es una situación extrema y lo importante es que mi sangre vuelva a circular por las extremidades y el cuerpo recupere calor.
Superada la hipotermia vuelvo a pensar con lucidez: Atención al camino, come, bebe, regula, cuidado con la musculatura... Son muchas las horas de ruta y pocos los que terminan. El cuerpo aguanta más de lo que uno imagina, pero la cabeza te puede jugar malas pasadas: Me pregunto en qué puesto iré y cuanto me sacará el primero, no sé si esperar a los de atrás o intentar irme en solitario, tengo miedo por lo que pueda pasarles a mis amigos y me arrepiento de haber convencido a mi amada para apuntarse a esta trampa mortal. Si por lo menos viese un rayo de luz..., pero todo está oscuro y mojado.
Llego a un punto del recorrido en el que yo ya vuelvo y los demás participantes aun van, los muy insensatos no saben lo que se van a encontrar y trato de advertirlos: -¡No vayáis, dad la vuelta, volved!!!-. En una cuneta hay un biker pidiendo auxilio desesperadamente, el frio le ha inmovilizado y es incapaz de abrochar su goretex. Decido parar a socorrerlo porque a cambio necesito un poco de aceite para mi oxidada cadenilla, y cuando consigo enhebrarle la cremallera me da las gracias como si le hubiera salvado la vida.
Más adelante distingo entre la espesa niebla una silueta similar a la mia, con mi misma bici y el maillot idéntico al mío. Me pregunto si estaré delirando a causa de las bajas temperaturas, e intento darme alcance a mi mismo para descifrar tal misterio. En seguida compruebo que es mi compañero de equipo Jose Antonio Diez Arriola, el pobre está sucio sudado y escupe barro por la boca, pero en ese momento me dan ganas de besarle y abrazarle. Los últimos kilómetros son duros pero entre los dos se harán más llevaderos.
En meta el espectáculo es de película de Hollywood; los hipotérmicos aguardan para entrar en el hospital de campaña mientras los sanitarios reparten cientos de mantas térmicas, los familiares buscan en las listas de los aparecidos y por megafonía indican uno a uno el nombre de los que van finalizando, protección civil se prepara para una posible emergencia y el organizador corre de un lado a otro con los pantalones mojados. Pero lo que más me sorprende es ver a todos los vecinos del pueblo en a la calle animando y honrando a los valientes. Por fin El Infierno del Norte se ha convertido en un día épico y memorable.
De más de 4600 participantes tan solo llegaron a meta 1002. Entre aquellos que finalizaron la prueba nos encontramos yo (Joseba León) y mi compañero de equipo Jose Antonio Diez Arriola que llegamos a la vez ocupando la 4ª y 5ª posición.
Aun desconozco porque se titula Los Diez Mil del Soplao y aun no comprendo porque todos los años se reúnen miles de peregrinos y ciclistas en un pueblo llamado Cabezon de la Sal. No lo entiendo, pero me gusta.